Puede decirse con bastante certeza que el número de los nacidos el 29 de febrero es muy inferior al de cualquier otro día del año, y si determináramos nuestra edad por el número de cumpleaños, los nacidos este día serían los más jóvenes: a las puertas de la ancianidad tendrían veinte.
Por consiguiente, puede considerarse que son los eternos jóvenes.
Desde luego, el 29 de febrero es un día único por haberse creado artificialmente para compensar el hecho de que el año tiene unas horas más que los 365 días en que lo dividimos. Este día, que sería el número 366, fue establecido por Julio César, que decretó su existencia sólo cada cuatro años. Sin embargo, en tiempos del papa Gregorio se descubrió que un día cada cuatro años era demasiado tiempo adicional, por lo que en el calendario gregoriano los años seculares (los acabados en dos ceros) sólo son bisiestos si son divisibles por 400 (sí el 2000, pero no el 1700, 1800 y 1900).
Los individuos nacidos este día tienen un aire verdaderamente juvenil. Al parecer tienen nueve vidas, como los gatos, porque son repetidas las veces que salen indemnes de situaciones verdaderamente difíciles. Son supervivientes natos cuyos actos peculiares podrían tomarse como una confirmación de su inusual fecha de nacimiento. La conciencia de su peculiaridad es absoluta, ya que notan desde muy jóvenes que su manera de entender el mundo difiere de la de los demás. Así como su verdadera fecha de nacimiento es un acontecimiento inusual y, por consiguiente, especial, tienden a considerar especiales ciertos aspectos de la vida que para los demás son corrientes. En el mejor de los casos, el espíritu juvenil que los anima puede manifestarse en una capacidad de gozar de las cosas simples y, en el peor, en un proceder con marcados visos de infantilismo y desamparo.
No son proclives a blandir su peculiaridad ante el mundo, sino más bien a tratar ser más normales que la media. Sus tendencias los inducen a elegir profesiones relacionadas con las inquietudes humanas y los problemas cotidianos en general, en vez de las muy abstractas y especializadas. Es frecuente que la gran fantasía e imaginación que poseen encuentre una mejor vía de expresión en el hogar que en la sociedad.
No es aconsejable que estos individuos busquen la normalidad despojándose de su personalidad o anulando los rasgos que los caracterizan, pero sí sería deseable que abandonaran los hábitos que los aislan socialmente. Si las diferencias con los demás forman una parte integral de su talento o de su esencia humana, la clave puede ser «mejorarlas» o «adaptarlas», no reprimirlas.
Muchos tienden a compensar deficiencias reales o imaginarias.
Quienes se empeñen en hacerlo buscando el éxito correrán sin duda el riesgo de sucumbir a las tentaciones mundanas, pero quienes se encierren en sí mismos pueden convertirse en idealistas marcadamente románticos que, por temor a desvelar su personalidad, acaben viviendo en un secreto mundo de fantasía. Como ninguno de los extremos es bueno, deben procurar encontrar un camino intermedio, una forma moderada de conducirse y de pensar.